“Hay otros mundos,
pero están en éste”
Paul Éluard
¿En qué mundo vivimos?
¿Se reduce, acaso, nuestra comprensión de “mundo” al “planeta Tierra”? A medida que profundicemos en este asunto, veremos que la noción de mundo es aún más amplia y que también posee, en realidad, múltiples significados. Esta ambivalencia se vuelve especialmente patente cuando salimos a la naturaleza, cuando nos aventuramos a tener una experiencia al aire libre, porque allí -en esa vivencia de estar contemplando una catarata o compartiendo una puesta de sol junto a los amigos- comparece ante nosotros el mundo natural, por un lado, con toda su diversidad y riqueza (el reino animal, el vegetal, el geológico, el de los componentes atmosféricos y meteorológicos, etc.). Por otro lado, a ese “mundo circundante” (el mundo de las circunstancias envolventes, del entorno, en terminología de Heidegger), se acopla el “mundo del sí mismo”, el de la persona que está teniendo su vivencia, la esfera de la intimidad. Y, cuando esa experiencia es compartida con otros sujetos que viven el mundo a la forma mía, aparece el plano del “nosotros”, el de la comunidad, el mundo compartido.
Estas herramientas conceptuales nos permiten hacer distinciones para aprehender situaciones, para pensar problemas. En efecto, estas identificaciones nos permiten darnos cuenta de que, por ejemplo, la diversidad de mundos es parte de una trama, de un tejido, donde cada elemento está enlazado con el otro. A su vez, advertimos allí un intenso dinamismo: los mundos no son estáticos, sino que fluyen como el agua; están marcados por el acontecer, por la adaptación. Esa es, en terminología de Dilthey, la esencia del “mundo de la vida”: hay una estructura, un entramado y mutua imbricación de los diferentes mundos, porque ninguno se da de manera aislada, sino siempre en relación al otro, en combinación y en movimiento con el otro. La interpretación no puede prescindir del contexto, porque ese contexto le es fundamental. Dicho de una forma más simple, “todo está conectado” y “estamos todos conectados”.
Así, si bien cada persona en sí misma es un mundo, un universo sumamente complejo en el cual podemos ir distinguiendo cada vez más elementos, todos esos mundos están en éste, en el sentido de que somos parte de una gran trama. Y, por eso, cuando se ve afectado uno en particular, también se ve impactado el todo, la unidad completa. En ese sentido, nuestras acciones, por insignificantes y pequeñas que parezcan, nunca son inocuas, no pasan de un modo indiferente. Toda acción siempre tiene un eco, toda embarcación deja estelas en el mar.
¿Cómo vivimos mundanamente?
Según Martín Heidegger, el vivir fáctico es un encontrarse ocupado con significados, por lo que surge necesariamente una experiencia de relación con los contenidos mundanos. En ese sentido, el mundo es aquello de lo que nos preocupamos y ocupamos y aquello a partir de lo que vivimos: mientras que en un objeto no se puede vivir, en un mundo, sí. Según el pensamiento heideggeriano, el existente humano se despliega en el mundo de tal modo que su vida adquiere un carácter de efectuación: se posiciona en el mundo, se relaciona con los contenidos que le aparecen en él y por medio de ese tipo de relación, los modela y determina.
La experiencia de vida fáctica revela, entonces, que no aprehendemos el mundo como un mero objeto, sino más bien como un campo de posibilidades y cada una de estas se alza como una opción vital. Lo que me sale al encuentro es, justamente, una forma en la que puedo ser, un modo de ser: yendo, por ejemplo, a la montaña, puedo convertirme en muchas opciones (puedo ser un científico, un minero, un montañista, etc.). La decisión, en última instancia, dependerá de cada cual y de lo que para esta persona resulte importante.
Por eso, como observaba Heidegger, tener experiencias no es sino un continuo ejercicio de estar desenvolviéndose-con y enfrentándose-con cosas que resultan significativas y que, a su vez, van moldeando nuestra forma de ser. Y esto es tanto pasivo como activo, porque en el acto de tener una experiencia de algo, yo soy afectado, pero también “afirmo” y “me afirmo” ante las figuras experienciadas. Así, cuando el montañista clava su piolet en el hielo, es él afirmando su existencia como montañista, es él implantando la identidad de su mundo propio. Por eso, la imagen de clavar una bandera sobre una cumbre resulta tan potente: porque allí aparece la determinación de una forma de ser. Es decir, en ese campo que alberga infinitas posibilidades, la persona escogió una y pasó a identificarse con ella. En último término, como vemos, el mundo se alza como una trama para definir, dentro de ella, el derrotero de nuestra voluntad. Que haya algo así como el mundo es lo que nos permite elegir quiénes queremos ser – el mundo nos permite ser libres.
Cuidar el mundo que habitamos
Si nuestra existencia es la que está caracterizada por esta direccionalidad, por esta referencia al mundo de la vivencia, por este estar-dirigido al mundo de la vida, entonces advertimos que uno de nuestros caracteres fundamentales es el del cuidado: el hecho de estar constantemente (pre)ocupados de las cosas que nos rodean, de las personas y de nosotros mismos, y es esto lo que nos hace inseparables de la noción de mundo y toda su diversidad. Es decir, no podemos interrumpir la conexión mundana, porque la vida, en ese caso, no sería viable. Quizás, el día que adquiramos una mayor conciencia -una mayor trasparencia- de que en nuestra esencia radica este carácter del cuidado, de que estamos llamados al cuidado, de que nuestra permanencia terrenal, como “mortales de la tierra” que somos, consiste en habitar y no en dañar el mundo que alberga todas nuestras posibilidades vitales, pues quizás entonces todas las causas ambientalistas logren su cometido. Y, para eso, la filosofía puede ser una herramienta poderosa, porque ella nos enseña a pensar problemas, a identificar puntos de vista y a valorar lo que tenemos a disposición. Para preservar la maravillosa trama de mundos en la que habitamos, primero hace falta conocerla, porque sólo se cuida lo que se ama, y solo se ama lo que se conoce, y solo se conoce lo que se entiende.