Se medita frente del agua.
Sea desde el flujo o reflujo en el que nos sume el encargo de Sebastián, o desde ese discurrir, escurrir, surtir que las aguas han sido en nuestras vidas.
Es que desde todas esas fuerzas, se precipitó la esencia de cómo las temimos y de cuánto las amamos. Una correntada que empuja, que mezcla, que disuelve y nos interpela.
Se medita ante ríos y lagos. Ante canales y acequias domésticas. Tanto, que ni siquiera sabemos cuántas palabras del agua existen; ni menos, cómo ellas, en una terrible sintaxis, nos hablaron de cosas que mueren o de una vida nutriente. También contaron historias y nos relataron nuestra propia vida acuática. Así fuimos aprendiendo.
Cuando aún no las conocíamos, leyendo a Poe comprendimos, en intimidad, la extraña vida de las aguas muertas. Supimos -universitarios-, del complejo de Caronte y de la bella corrupción de Ofelia. Cosas que desde libros hablaron de desapariciones en un horizonte lejano, tan profundo. Con Ofelia sufrimos más: a la profundidad se sumó su infinita belleza en descomposición, flotando.
Fue hace tanto tiempo, cuando escribíamos poemas.
Así fueron nuestros juegos con el agua. Desde el terrible Poe a la tan amistosa filosofía de Gastón Bachelard que, aunque pasando por el ahogo, la inundación y la putrefacción de Ofelia, al fin siempre nos llevó a las aguas claras, brillantes, amorosas, ligeras… siempre remansos fáciles de imaginar y de vivir. Nosotros, tan jóvenes, estuvimos en vecindad con los cisnes y la Flor del Pato, en Limache.
Éramos tan universitarios y todo trataba del “agua imaginaria” y de la buena “ay agüita de mi tierra que corres limpia y serena”.
Tarde entendimos -meditando- de los turbiones sobre la quebrada; los vapores sobre el espejismo, del chivito boquiabierto mirando al cielo, del alfalfal seco y de esos paltos surrealistas tan robustos de agua, allá en Cabildo. Nada de esto, salvo la ensoñación, estaba en Bachelard.
La Ligua, Catapilco, Petorca; Aculeo y Salamanca… faltan en una antología sobre la estética del horror que vaya más allá de “L’eau et les rêves. Essai sur l’imagination de la matière”, 1942, de don Gastón.
Esperando aguas
Nuestras infancias comenzaron al oír el furor manso de una acequia. Allí en Renca, en El Salto, en Macul, en Ñuñoa y Cerro Navia, esa, para todos, fue la misma literaria acequia ciudadana. Todos tuvimos un caballito azul que un día se llevó la corriente y que nadie pudo detener. A más de alguno, el “barquito pirata” de don Oscar Castro también se le fue corriente abajo… hacia “el doble junco del agua”. Todas esas son cosas para rememorar…
Por eso, ahora, tan penosos, meditamos frente del agua, por su ausencia.
Se medita ante el Encargo de Sebastián.
Se medita, con estupefacción, en La Ligua. Sucede que a su alrededor, secos, están Valle Hermoso, Illalolén y Jaururo.
Se medita ante el verdor milagroso de paltales en Petorca y de rostros amarillos en El Ingenio, en la casa de Soraya Minay, la niña a la que le faltó agua para lavarse la carita y “las presitas”, dijo. Entonces, sobre penas y fealdades le damos infinitamente vueltas a la llave y ruegos a San Isidro Labrador.
Luego, ya no en una escritura, hablaremos sobre el tanto discurrir y la ausencia del agua. Seguro que poco diremos de aquellas tan cargadas de mitología o de literatura. Aunque es imposible, Sebastián, no contarte de aquella vez que los habitantes de Artificio -en Nogales- vieron que el río Aconcagua era amarillo. Después se dieron cuenta que un camión cargado de limones, al volcar su carga, había teñido las aguas.
Se medita frente del agua. Es que ella acogió las antiguas imágenes de la pureza, lo que era un don natural y un derecho. Fue símbolo poderoso y una especie de moral que nos enseñó.
Demás que el agua tiene cuerpo y alma y voz. Un lluvioso día de agosto de 2015, unas mil personas en los puentes sobre los ríos Petorca y Putaendo acudieron a presenciar la “reaparición” de los ríos. La mayoría tenía entre 13 y 15 años y nunca los habían visto fluir. Claro, aunque tampoco habían escuchado una acequia nocturna ni leído a Bachelard, esa noche se daban cuenta de otra felicidad; una que era real. Las aguas volvían nuevamente y podrían tenerlas; tantas, que hasta se hacía posible escribir sobre ellas.