Generación va y generación viene, cantó el Eclesiastés, mas la Tierra siempre permanece… Ojalá pudiera ser siempre así. El hecho es que ahora ni siquiera sabemos con mucha certeza si durará la Tierra como astro. Bien pudiera ser que volara toda por el espacio, insignificante escupitajo sideral, de vuelta al caos.
Pero, aunque esta catástrofe no llegara a ocurrir, está desapareciendo debajo de nuestros pies la tierra que amamos, esta capa sensible de minerales y bacterias, hecha con el sudor humano y con hojas milenarias; este migajón germinativo donde crecen la hierba y los árboles con sus ramas, sus flores y sus frutos, este manto delgado que nutrió a nuestros abuelos, a sus crías y rebaños. Esta piel del planeta, que nos fue dada para administrarla con amor, está esterilizándose. La avidez, la ignorancia, la incuria, todos los males del alma empobrecen la tierra y la destruyen. La tierra está enferma de nuestra alma.
La preservación del suelo es un deber sagrado. Ama a la tierra como a ti mismo, debió también decirse. Mas los hombres no acertamos a amarnos a nosotros mismos. La tierra que nos rodea es el espejo del alma humana. Mas el hombre quiere romper su espejo. Tala y quema los bosques, suelta cabras de diente ponzoñoso en las quebradas y convierte al humus engendrador de sueños en ceniza muda, en fibras deshilachadas bajo el sol, escarmenador implacable. ¿No tendrán también las plantas un Espartaco que luche por sus derechos? Consuela un poco pensar que ya son muchos, pero siempre pocos frente a la legión de los depredadores deliberados o inconscientes. El hombre violento, el que quiere destruir y destruirse, que no ama sino la vociferación o el goce conminatorio, persigue a los pájaros, no ve ni huele flores, ciega los pozos con basuras. Allí donde cantaban las aves sobrevivientes del paraíso, la lluvia desmenuza los terrones y los arrastra al mar.
No solo las semillas que vuelan por los aires o que caen en los surcos fecundan la tierra. También la empreñan los rituales, las imágenes de los hombres, las hadas y los elfos. Por eso también nuestra tierra se nos empobrece, se nos escurre entre los dedos y se desmorona debajo de nuestros pies. ¡Oh, tierra nuestra sin fuego interior, tierra opaca, espejo nuestro!
La nuestra, la tierra chilena, es el triste bien de unos hombres tristes. Las almas pobres empobrecen la tierra. Nuestros suelos no recibieron la adoración pagana y el bautismo cristiano introdujo la melancolía y el treno funerario de las campanas de otro tiempo que recitan los males de la esclavitud del alma en la materia. Nuestras tierras han sido regadas con sangre y sudores de duelo. No tienen el légamo de la alegría colectiva, de la comunidad fundada en el amor y la justicia, capaz de detener con sus exorcismos espirituales la degradación angustiosa de nuestra madre gea. Parece que no hubiéramos aún merecido ser sus señores, pues la manejamos mal, tercamente mal, con urgencias y exigencias cortas de visión. Hasta el vino que ella produce se nos vuelve angustioso. No puede producir sino ceguera y obcecación un vino sin danzas, sin fiestas, sin diálogos, sin conjuros liberadores. Nos falta la distancia inspiradora, cosa increíble en este país de largos horizontes, que colinda con distancias marinas y alturas montañosas que deberían estar pobladas de deseos, nostalgias y dioses. El pobre costino, que muele sus terrones para sembrar sus lentejas, chícharos o garbanzos, ni siquiera se arruga cuando ve avanzar las dunas que le comen sus pocas fanegas de suelo y las deja que le estrangulen su finca. Es la naturaleza, piensa, y siempre fue así. Siempre ha sido así. El hombre, aplastado por un mundo que le pide socorro, porque la tierra no quiere morirse, y ama por igual sus trigos y sus yuyos, que son vida que cada año renace, se queda sin responder. Ni siquiera recoge las pródigas setas del otoño. La diosa Ceres no visitó nuestros campos, no nos trajo sus danzas festivales entre las colinas doradas de trigo, rojas de viñas.
En lugar de los ritos de celebración terrestre, nos entregamos a las grandes ordalías de los bosques en llamas. Desde diciembre sufrimos el calor artificial de unos días sofocantes, de unas noches alumbradas frente a las ciudades y pueblos por la brasa de los cerros ardientes, unos cerros ahora calvos y amarillos, de donde bajaban en otro tiempo, en la zona central de Chile, mujeres y muchachos que vendían cubos de maqui y cóguiles. Esos y otros frutos se daban en profusión en los bosques húmedos de las quebradas y en los faldeos revueltos de lianas, fuentecillas y helechos, que todos igualmente perdimos, ellos, nosotros, nuestros hijos. Los propietarios de la tierra – grandes y pequeños- transformaron los retazos de selva en sacos de carbón. Del mismo modo procedieron con la dura y difícil vegetación arbórea del Norte Chico los ilustres dueños de las minas de cobre de Tamaya y otros innumerables, hasta llevar el desierto a un grado de perfección insuperable en su género. Entre todos ellos, ¿quién amo a la tierra, que es un bien esencialmente común, apenas prestado? ¿Qué importa que se escurra, que se calcine y se parta, si nadie la sostiene y la quiere, si nadie la siente en verdad suya y de todos, como el terrón natal de la patria? Nos habituamos a pensar que la tierra todo lo da, que lo dará siempre todo, que siempre habrá tierra. Es inmortal la tierra que mantiene al hombre y sus obras. Pero no lo es la tierra-instrumento, traje que se tira cuando se pone viejo, la gleba explotada por el avaro, que solo se aprovecha de ella y la esquilma, como amante clandestino de mujer de mala vida a la cual se puede inferir agravios sin castigo. No, no merecemos todavía nuestra tierra.
Los máximos destructores del suelo acostumbran a pronunciar himnos y discursos patrióticos en alabanza del viejo régimen agrario. El patriotismo, con todo lo que envuelve, comienza por cierto con la tierra y su gente. Pero habría que preguntar, cada vez: ¿has hecho buen uso de esta tierra que dices amar? La respuesta es obvia, y falsa. ¿Canales y obras de riego, tranques? Sí, en buena hora, pero casi siempre con fondos del Estado, con el dinero de todos. ¿Y el resto? ¿Ante quién habrá que rendir cuenta de tanto cerro arañado por la erosión con todos sus panes y pájaros menos, de tantas tierras enrojecidas sin árboles ni cantos, de tanta quebrada seca, de los alerces quemados, de las araucarias abatidas para siempre sin nada que las reemplace? Solo clama justicia tanta tierra descuidada, perdida, estrujada; tanto bien de todos que se fue derecho al mar, tanta mortandad de peces de agua dulce, tanto puqui cegado. Quién sabe un día presidirá este tribunal supremo, más severo que otros, un juez que se hará eco de la parábola de los talentos: “Te di un pedazo de la tierra bien plantado de árboles y amenizado por aguas y ahora me lo devuelves yermo. Ahora sabes. Te lo di para probarte, para ver quién eras. Te lo di cargado de flores, liviano de cantos. Mira lo que me entregas. No me importa tanto la tierra como lo que hiciste con ella. Yo puedo crear dondequiera otra tierra, otras tierras. No me cuesta reparar lo que destruyes. Pero tu propia destrucción me importa y me cuesta. La tierra es tu retrato. Mírate en estos cerros secos, agrietados, satánicos. Aquí no brotan semillas. Ni siquiera malezas. ¿No es éste tu propio rostro?”