Lo que yo llamo Gaia fue bautizado así por James Lovelock y Lynn Margulis a comienzos de los años 1970. Ellos sacaban las conclusiones a partir de investigaciones que de forma convergente ponen de manifiesto el denso conjunto de relaciones que acoplan lo que las disciplinas científicas solían tratar por separado: los seres vivos, los océanos, la atmósfera, el clima, los suelos más o menos fértiles.
Dar un nombre, Gaia, a esa disposición de relaciones era insistir en dos consecuencias de esas investigaciones. Aquello de lo que dependemos, y que con tanta frecuencia fue definido como lo “dado”, el marco globalmente estable de nuestras historias y nuestros cálculos, es el producto de una historia de co-evolución, cuyos primeros artesanos y verdaderos autores en forma continua fueron los innumerables pueblos de los microorganismos. Y Gaia, “planeta viviente”, debe ser reconocida como un “ser” y no asimilada a una suma de procesos, en el mismo sentido en que reconocemos que un ratón, por ejemplo, es un ser: ella está dotada no solamente de una historia sino también de un régimen de actividad propia, que surge de la manera en que los procesos que la constituyen están acoplados unos a otros de maneras múltiples y entrelazadas, ya que la variación de uno tiene repercusiones múltiples que afectan a los otros. Interrogar a Gaia, entonces, es interrogar algo que constituye un todo, y las cuestiones dirigidas a un proceso particular pueden poner en juego una respuesta, a veces inesperada, del conjunto.
Lovelock tal vez había dado un paso de más al afirmar que ese acoplamiento garantizaba un tipo de estabilidad que es el que se atribuye a un organismo vivo en buena salud, y las repercusiones entre procesos tienen por efecto entonces disminuir las consecuencias de una variación. Gaia parecía así una buena madre, nutricia, cuya salud debía ser protegida. En la actualidad, nuestra comprensión de la manera en que Gaia “constituye un todo” es mucho menos tranquilizadora. La cuestión planteada por el aumento de la concentración atmosférica de los gases llamados “de efecto invernadero” suscita un conjunto de respuestas en cascada que sólo ahora los científicos comienzan a identificar.
En adelante, Gaia, más que nunca, es la bien nombrada, porque si fue honrada en el pasado, es más bien como la temible, aquella a quien se dirigían los pueblos campesinos porque sabían que los humanos dependen de algo más grande que ellos, de algo que los tolera, pero con una tolerancia de la que no hay que abusar. Ella era antes el culto del amor maternal, que lo perdona todo. Una madre, quizá, pero irritable, que no hay que ofender. Y era antes de que los griegos confieran a sus dioses el sentido de lo justo y lo injusto, antes de que les atribuyan un interés particular para con sus propios destinos. Más bien se trataba de prestar atención de no ofenderlos, de no abusar de su tolerancia.
Imprudentemente, sin lugar a dudas se franqueó un margen de tolerancia, eso es lo que dicen cada vez más precisamente los modelos, es lo que observan los satélites y lo que saben los esquimales. Y la respuesta que Gaia corre el riesgo de dar bien podría ser excesiva respecto de lo que hicimos, un poco como un encogimiento de hombros suscitado por el rozamiento de un moscardón. Gaia es quisquillosa, y por eso debe ser nombrada como un ser. Ya no nos enfrentamos con una naturaleza salvaje y amenazadora, ni con una naturaleza frágil, que hay que proteger, ni con una naturaleza que se puede explotar a voluntad. El caso particular es nuevo. Gaia, la que hace intrusión, no nos pide nada, ni siquiera una respuesta a la pregunta que impone. Ofendida Gaia es indiferente a la pregunta “¿quién es responsable?” y no actúa como justiciera; bien parece que las regiones de la Tierra que primero habrán de ser afectadas serán las más pobres del planeta, sin hablar de todos esos seres vivientes que no tienen nada que ver en el asunto. Lo que no significa en lo más mínimo la justificación de cualquier indiferencia para con las amenazas que pesan sobre los seres vivientes que habitan esta Tierra con nosotros. Simplemente, no es cosa de Gaia.
El hecho de que Gaia no nos pregunte nada traduce la especificidad de lo que está ocurriendo, de lo que se trata de poder pensar, el acontecimiento de una intrusión unilateral, que impone una pregunta sin estar interesada en la respuesta. Porque la misma Gaia no está amenazada, a diferencia de las muy numerosas especies vivas que serán barridas por el anunciado cambio de su medioambiente, de una rapidez sin precedentes. Los innumerables seres vivos que son los microorganismos, en efecto, seguirán participando en su régimen de existencia, el de un “planeta viviente”. Y es precisamente porque ella no está amenazada por lo que dará un sentido de caducidad a las versiones épicas de la historia humana, cuando el Hombre, erguido sobre sus dos patas y aprendiendo a descifrar las “leyes de la naturaleza”, comprendió que era dueño de su destino, libre de toda trascendencia. Gaia es el nombre de una forma inédita, o si no olvidada, de trascendencia: una trascendencia desprovista de las altas cualidades que permitirían invocarla como árbitro o como garante o como recurso; una disposición quisquillosa de fuerzas indiferentes a nuestras razones y a nuestros proyectos.